De monstruosidades impresas y otras lecturas populares: un ejemplo de la lira popular chilena del siglo XIX

Rocío Rodríguez Ferrer
(1)
Pontificia Universidad Católica de Chile
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“Soy odioso”
Monstruoso. El sujeto se da cuenta bruscamente que constriñe al objeto amado en una red de tiranías: de piadoso se siente devenir monstruoso.

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso       

 

De literaturas bajo sospecha tratan las siguientes líneas; literaturas que ante ciertas tiranías académicas han suscitado similares desconfianzas que las figuras monstruosas: por fascinantes o repulsivas se ofrecen con obstinación a los ojos de los investigadores. Acechantes en su existencia in propatulo, filias y fobias emergen por igual en torno a ellas. Con una materialidad que facilita el tránsito, son eyectadas de la imprenta a la calle, buscando una complicidad en la cultura de lo relacional. Infiltrándose en el entramado de lo urbano exhiben la belleza del monstruo, la belleza del muerto en el decir de Michel de Certeau, inseparable de la censura social de su objeto. (2) Y es que en tanto cuerpo popular, la literatura en hojas volantes o pliegos sueltos ha sido fustigada en más de una oportunidad. Por tratarse de una literatura mirable que además gusta de peregrinar por ámbitos figurativos de los heterogéneos –que no otra cosa es la ciudad por la que circula y se comercializa, con sus fondas y estaciones de ferrocarriles, con sus calles y plazas, con sus mercados y puestos callejeros–, la poesía popular impresa despierta recelos estéticos y políticos (si es que el segundo no es hiperónimo del primero). En tanto formato editorial, las hojas poéticas impresas, conocidas como lira popular en Chile, (3) cobijan textos que interrogan el estatuto de lo literario, no solo por la hibridez compositiva que les es tan característica –palabras y grabados formando una convención que golpea visualmente–, (4) sino también por la singular relación mantenida con la sociedad: es este un vínculo signado por la proximidad. Lo explica Pierre Bourdieu:

En efecto, todo ocurre como si la ‘estética popular’ […] estuviera fundada sobre la afirmación de la continuidad del arte y de la vida, que implica la subordinación de la forma a la función. Esto se ve bien en el caso de la novela y, sobre todo, del teatro, donde el público popular rechaza toda clase de búsqueda formal y todos los efectos (pienso en el distanciamiento brechtiano o en la desarticulación novelesca operada por la nueva novela) que, introduciendo una distancia con las convenciones admitidas (en materia de decorado, de intriga, etc.), tienden a poner al espectador a distancia, impidiéndole entrar en el juego e identificarse completamente con los personajes. (5)

La de la lira popular chilena es una literatura construida en torno a una matriz de lo cercano y de lo experimentado como real. Como cultura popular, su recepción tiene mucho que ver con la vida cotidiana. Y en esa singular cartografía urbana –humana y divina– que retrata y por la que circula, reclamando una concentración popular, de uno u otro modo se procura una marca de actualidad. Lo señaló sin ambages Rodolfo Lenz: “Hojas que no tienen ningún argumento de actualidad son escasas […]. En tiempos de gran movimiento político, como después de la revolución de 1891, salían a veces hojas exclusivamente dedicadas a cuestiones políticas”. (6) Realidad cotidiana y contingente, que funciona como referente de lo común y compartido y, por ende, facilita una audiencia extensa y una apropiación popular. La vinculación con el quehacer periodístico salta a la vista con estos asuntos poéticos que, con el plus de lo anecdótico, tienen lugar en un contexto reconocible, generador de proximidad. El lazo con los medios escritos de comunicación de masas facilita, aquí, la formulación de lo popular literario. (7)

Ya desde sus orígenes la lira popular se vincula al oficio periodístico, informativo y generador de opinión. Nada de extraño si se considera, además, que el arte tipográfico en Chile se inicia –descontando un pequeño intento de fines del siglo XVIII– ya comenzado el siglo XIX, vinculado al proceso emancipador. Será este un arranque de la actividad editorial signado por el periodismo como práctica específica. Un hito en la historia de la cultura escrita en Chile lo constituye, precisamente, la publicación en 1812 del primer periódico nacional, Aurora de Chile, desde el que se abogaría por la causa independentista. En línea afín, las primeras hojas sueltas impresas de poesía popular nacerán en Chile al calor de ánimos patrióticos y antihispánicos: será la guerra sostenida contra España en 1865-1866 el gran aliciente para la publicación de poesía en hojas volantes. (8) Más allá de la ironía histórica que este hecho supone, se destaca un aspecto central de la poesía popular impresa en Chile: desde sus inicios aparece ligada a cierta conciencia de ciudadanía. (9) Fenómeno cívico por donde se lo mire, el modelo del pliego suelto devenía idóneo para un período como el del siglo XIX hispanoamericano, en el que lo literario aparece vinculado a la construcción de la nación. (10) Si se tiene presente, como lo ha señalado John Street, que “la cultura popular puede entrar en estrecha relación con la política, en especial con el concepto de ciudadanía, es decir, con el derecho a pertenecer a algo y ser reconocido como tal. Precisamente porque ofrece formas de identidad”, (11) no ha de sorprender que la poesía popular impresa llegue a constituir, así, uno de los mejores ejemplos de la cultura popular entendida como forma de actividad política.

En sus singulares modos de tomar curso político, la lira popular chilena ha recurrido, con frecuencia, a la retórica de la transgresión. (12) Y en ella, el monstruo como tropo tiene protagonismo. Nada de extraño si tenemos en cuenta que, en su afán de anulación de la distancia, la literatura popular “moviliza lo táctil, lo incidental, lo visceral y lo insustituible”, (13) acogiendo el gusto popular, tendiente a lo sensacional, patético, melodramático y grandilocuente. (14) Y de todo ello participa el monstruo. Tal como Michel Foucault sostiene en Los anormales, el monstruo “no sólo es violación de las leyes de la sociedad, sino también de las leyes de la naturaleza. Es, en un doble registro, infracción a las leyes en su misma existencia. […]. Por otra parte, el monstruo aparece en este espacio como un fenómeno a la vez extremo y extremadamente raro. Es el límite, el punto de derrumbe de la ley y, al mismo tiempo, la excepción, que solo se encuentra, precisamente, en casos extremos. Digamos que el monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido”. (15) Si la literatura popular horada los cánones estéticos tradicionales, si la literatura popular se presenta siempre bajo sospecha, aquella asentada en discursos teratológicos parece subrayar la impresión de impureza y transgresión. Y como esta literatura popular, las formas monstruosas también se exhiben reclamando nuestra mirada.

Como nos ha relevado Foucault, cada época tiene sus formas privilegiadas de monstruos, (16) por lo que el discurso de la anormalidad “es siempre un discurso sobre el hombre, sobre su concepción del mundo, sobre nuestra necesidad de regular y sobre nuestros miedos”. (17) Atender, pues, a las implicaciones metafóricas de la monstruosidad permitirá vislumbrar las especificidades culturales de una práctica poética popular que, a priori, podría considerarse fenómeno indiferenciado en el mundo hispánico. En el caso de la lira popular chilena, el monstruo, en tanto signo expresivo y cuerpo interpretable, hace gala en numerosas ocasiones de una singular potencialidad política, muy ligada al contexto de emancipación por el que atravesaba el país desde comienzos del siglo XIX. Baste un ejemplo representativo para corroborar lo afirmado: “La chilota que dio a luz un niño con tres cabezas, en el Parral”, texto recogido en una lira compuesta por el versero José Hipólito Cordero (n. 1851): (18)

Un niño con tres cabezas
Ha nacido en el Parral;
Dicen que es el Antecristo
Que anuncia el juicio final.

Lectores, incomprensible
Es lo que voi a narrar,
Que se ha visto un ejemplar,
Admirable i mui terrible.
Este infante es mui horrible
Por sus distintas rarezas;
Dios cumple con sus promesas
Como lo ha pronosticado,
I una madre a luz ha dado
Un niño con tres cabezas.

El terror de los vivientes
Ha sido esta compasión,
Al ver a este varón
Nacer barbado i con dientes.
Infieren los descendientes
Que es un castigo cabal;
Yo también anuncio igual
Sobre esta escena horrorosa,
Que una visión espantosa
Ha nacido en el Parral.

Más parece en su figura
Fenómeno montañés;
Con su tipo jigantés
Espanta esta criatura.
Cuando lo bautizó el cura
A este varón nunca visto,
Aquel párroco tan listo
Le dio cuenta a su prelado;
I los que lo han presenciado
Dicen que es el Antecristo.

De sur i norte vinieron
Las muchedumbres frecuentes,
Quedó aterrada la gente
Cuando al estraño lo vieron;
Mui asombrados se fueron
De este suceso fatal.
Nuestro Padre Celestial
Así lo habrá permitido.
Dicen este es el nacido
Que anuncia el juicio final.

Al fin, por la vez primera
A este infante he publicado,
Que creo será enjendrado
De algún indio talavera.
La madre se desespera
Por su hijo tan diferente;
Cristiano es en lo presente
Porque ya está bautizado.
Por ser tan desfigurado
Más parece una serpiente.

Con un título que funciona como indicador catafórico de marcado carácter noticioso (a quién sucedió, qué sucedió, dónde sucedió…), (19) en los versos anteriores se recoge la idea rastreable desde la antigüedad clásica de que los monstruos tienen una significación pronóstica y augural, relacionada con lo divino. En este caso en concreto, el monstruo aparece rodeado de un aura apocalíptica y de una promesa efectuada por Dios. Cabe aquí recordar las palabras del cirujano renacentista Ambroise Paré, quien en su libro Monstruos y prodigios refiere, entre las causas de los monstruos, la cólera de Dios: “los antiguos estimaban que tales prodigios procedían con frecuencia de la pura voluntad de Dios, para advertirnos de las desgracias que nos amenazan con algún gran desorden, ya que el curso ordinario de la Naturaleza parecía estar pervertido en tan desdichado engendro”. (20) El niño de tres cabezas se revela, así, como parte integrante del plan divino, relacionado directamente con el mal y el pecado, según la interpretación que de su deformidad hacen los hombres que lo contemplan. Y como el ser monstruoso es, de por sí, esencialmente visual, es decir, reconocible por el sentido de la vista, es lógico que en el poema se enfatice en la imagen de este. De ahí, entonces, el tremendismo descriptivo: ejemplar admirable y terrible, horrible por sus rarezas, gigante de visión espantosa, etc. No de otro modo podría ser su representación que por medio de una estética de lo feo y temible, afín a una retórica afectiva. Y es que la anomalía exige, por el principio del decoro, una estética afín.

El monstruo, para configurarse como tal, habrá de ofrecer su imagen; necesita de testigos ante los que exhibir su monstruosidad y que esta sea reconocida como tal. Y es que el ser terático, “como alteración morfológica, es un objeto esencialmente visual”, (21) un fenómeno estético ligado a una espectacularidad, a una identidad percibible en clave anatómica. En el grabado que acompaña esta lira popular contemplamos la materialización del monstruo, su existencia avistada como palpable y, por ende, “real”. En la concretización de la imagen se aprecia aún más esta supuesta condición demoníaca del monstruo protagonista de la lira: no es un niño el que se representa, sino un puer senex, “barbado y con dientes”, elegantemente vestido, de cuyo cuello emergen tres cabezas, con cejas definidas y barba de chivo-sátiro. Todo atisbo de compasión queda eliminado en esta representación desde la adultez, imagen que, además, sugiere cierto efecto de grotesco ominoso: (22) una suerte de diablo en traje (representación esta, la del demonio elegantemente vestido, no infrecuente en el mundo chileno), con una boca dentada, señal de su poder destructor, devorador. Si añadimos los versos finales, queda clara la connotación maligna que se le confiere a este ser de tres cabezas: “por ser tan desfigurado / más parece una serpiente”. Si ya era monstruoso por demasía, en esta alusión parece serlo también por hibridez, al contaminarse el hombre del mundo animal en su avanzar reptante e inicuo.

Sin embargo, no podemos pasar por alto un par de detalles altamente significativos. Este ser monstruoso, figuración –según dicen– del Anticristo, “cristiano es en lo presente / porque ya está bautizado”. El bautismo aparece como un modo de aplacar los rasgos demoníacos y de procurar la integración de este extraño y peligroso individuo en el reino de Dios; un modo de mitigar la perversión de un ser que, de otro modo, estaría destinado a ser arrojado, abyectado, separado del mundo “normal”. ¿Cómo puede entenderse luego su imagen luciferina? La clave, según creo, radica en la genealogía paterna de este singular infante: “enjendrado de algún indio talavera”. Regimiento realista de la reconquista en Chile, los Talavera son recordados en la historia y en la leyenda de la independencia chilena por horribles crímenes y tareas represivas. Los patriotas fueron sus víctimas predilectas, a quienes ahorcaban en la plaza y a cuyos hijos golpeaban, además de cometer toda otra serie de tropelías y violaciones. Y un dato no menor, que conviene registrar ya ahora: los Talavera se apropiaron del periódico pro-independentista Monitor Araucano –sucesor de la Aurora de Chile– y, en su reemplazo, crearon la publicación Viva el Rey. Podríamos suponer, entonces, que la monstruosidad de este tricéfalo se explica por un padre que era, en sí, un monstruo moral. Que la madre del tricéfalo sea originaria del archipiélago de Chiloé, último reducto español en territorio chileno, no viene sino a reforzar una lectura del texto en clave política.

Pero el padre de este engendro nacido en el Parral no es, tampoco, cualquier talavera. Es un indio, un natural de las tierras americanas. Pero un indígena traidor a la causa de la independencia (recordemos: de Monitor Araucano a Viva el Rey), un indio que, como la serpiente a la que se le analoga, ha mudado de piel. No es por su condición indígena el depositario de la perversidad reconocible en su configuración monstruosa, sino por erguirse como el antipatriota por antonomasia. Uno que además ha traicionado sus creencias ancestrales, convirtiéndose al catolicismo por medio del bautismo. Víctima de una suerte de malinchismo, el hijo de dicho talavera no podía sino patentizar su genealogía deshonrosa en una apariencia monstruosa. Y con un padre, además, que ha aportado en exceso a la gestación de este policéfalo, pues, si retomamos lo que refería Paré apelando a antiguas tradiciones médicas, “Hipócrates dice, sobre la generación de los monstruos, que si hay excesiva abundancia de materia, se producirán gran número de camadas o un hijo monstruoso que tendrá partes superfluas o inútiles, como dos cabezas, cuatro brazos”. (23) Por lo demás, todo en este ser nacido en el Parral alude al exceso: “Más parece en su figura/Fenómeno montañés;/Con su tipo jigantés/Espanta esta criatura”. En su magnificación asistimos a la representación cuantitativa de sus males y a la reescritura decadente de ciertos símbolos; así, en su condición de tricéfalo podríamos leer una degradación del símbolo trinitario, originado, además, en una montaña desacralizada: la del oprobio.

Que el pueta deslice de modo tan sutil una alusión sociopolítica deja en evidencia la vinculación de estas poéticas populares con las problemáticas nacionales; de modo más específico, el rol de la cultura popular en la construcción de las identidades nacionales. En un siglo como el XIX, marcado por las guerras de independencia y las luchas con la Confederación Perú-Boliviana, el relacionar la monstruosidad con la traición en términos patrióticos no resulta inocente. (24) Ni extraño en textos de soportes efímeros y de apropiación popular. García de Enterría nos lo recuerda: solo los escritos más ordinarios y modestos dan una justa idea de la mentalidad de una época, pues en ella el pueblo encuentra la respuesta a estímulos y deseos muy profundos. (25) Y tan fiel es el texto al espíritu de una época, que el ser monstruoso, al contrario de lo que pudiese pensarse, se sitúa en escenarios reales (Parral, Chiloé), inserto en el orden de lo cotidiano. Y su existencia se da a conocer de un modo que remite a lo periodístico, con un marcado tono noticioso.

El tremendismo será no solo una manera de contar la realidad, sino también el llamado de atención –y el disfraz– para aquello que puede resultar difícil plantear alto y claro. Casos horribles y espantosos despiertan la atracción por lo maravilloso y excitan la imaginación de esos “curiosos lectores” que, tal vez sin darse cuenta, se adentran en historias que son mucho más que anécdotas sensacionales, patéticas y grandilocuentes. Y que, asimismo, están mucho más próximas de lo que se suele creer de la llamada alta cultura. Historiadores como Benjamín Vicuña Mackenna, por ejemplo, también leerán el Chile del siglo XIX en clave teratológica. Precisamente en sus últimas décadas es cuando da forma al discurso monstruoso en torno a Catalina de los Ríos, la “Quintrala”, terrateniente chilena del siglo XVII que llegó a representar el antimodelo femenino por excelencia (hereje, lasciva, insumisa, antimadre…). Entonces, respondiendo a intereses políticos y anhelos identitarios en un marco civilizatorio y republicano, un representante de la élite como Vicuña Mackenna leyó su libertad como libertinaje, su mestizaje (sangre araucana, española y germana) como degeneración y, en un período agitado en lo político y lo social, hizo de ella un monstruo moral y, por consiguiente, un relato aleccionador. En un claro gesto propagandístico, de alegoría política, mientras el país procuraba el orden y la estabilidad, ciertos discursos exhibían diversas formas amenazantes leídas en clave de monstruosidad. El contexto general –descrito en numerosas ocasiones como un mundus senescens– propiciaba, además, los discursos escatológicos. En el siglo XIX se habría experimentado una sensación generalizada de crisis, más marcada ante la proximidad de la nueva centuria: “Alrededor de 1900, se generalizó la idea de que el país venía decayendo desde la Guerra del Pacífico”. (26) En este escenario, hubo posturas de marcado corte apocalíptico. Ejemplo de ello es, claro está, el monstruo criollo del que se da noticia en esta lira popular, en la que el rumor y la oralidad, como eran de esperar, desempeñan un rol fundamental en tan singular cultura del miedo: “dicen que es el Antecristo”, “dicen este es el nacido/que anuncia el juicio final” (el subrayado es mío). (27)

Como el Lucifer dantesco, el hijo de esta mujer chilota y del indio talavera es un ser tricéfalo. Y como él, arrastra consigo el pecado de la traición, hasta adquirir ribetes apocalípticos. Su polimembría, su corrupción corporal, es la materialización del colonialismo y sus amenazas. Claramente la plasmación de la traición puede leerse aquí en términos de impureza, en la medida en que lo impuro es “todo aquello que hace referencia a los límites del cuerpo, que atraviesa sus fronteras (cualquiera de sus orificios), que signifique restos corporales (de piel, uñas, pelo…), que brote de él (esputos, sangre, leche, semen, excrementos…)”. (28) En tanto deforme, el cuerpo del sujeto nacido en el Parral resulta altamente peligroso. Estamos ante la manida metáfora cuerpo-nación (hiperbólica, por cierto, como toda teratología) ejecutada con partitura escatológica; tanto el cuerpo político como el cuerpo natural son aquí sujeto de deformaciones: en cuanto tricéfalo, el nacido es monstruo del cuerpo natural; en cuanto traidor, lo es del cuerpo político. La lira popular, entonces, bajo el hábito de lo monstruoso, comunica aquello que la naciente patria, a los ojos del pueblo, ha de evitar para escapar de su particular infierno, aquel custodiado por Cerbero y rondado por Hécate, ambos de tres cabezas. Recurriendo a formatos de apropiación popular, la literatura exhibe las monstruosidades que horadan la patria, con argumentos más propios de una retórica afectiva. El resultado es, finalmente, una literatura querellante, monstruosa para muchos, capaz de conjugar el exorcismo colectivo con la orientación de la opinión pública. La lira popular ostenta, también así, la cualidad de lo excepcional.

 

Bibliografía

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Anexo

                                         ferrer1

 

Notas

(1) El artículo se enmarca en el proyecto Fondecyt Regular 1130680, del que soy investigadora responsable, titulado “De monstruosidades y prodigios en la lírica popular: superstición y devoción en la poesía de cordel española (siglos XVI y XVII) y en la lira popular chilena (siglos XIX y XX)” (2013-2016).

(2) M. de Certeau et al., “La belleza del muerto”, en: La cultura en plural [Trad. Rogelio Paredes], Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1999, p. 47.

(3) La lira popular chilena ha sido identificada por la crítica (Navarrete en 1998 y Orellana en 2008) como nuestra poesía de cordel, esto es, como la expresión local de esa literatura de pliegos sueltos castellanos. De los conquistadores torvos, decía Pablo Neruda, heredamos las palabras. Pero también ellos nos legaron libros, pliegos y hojas volantes. De acuerdo con Leonard Irving (Los libros del conquistador [Trad. Mario Monteforte Toledo], México, FCE, 1996, p.88), fue una “avalancha de literatura popular [la] que recorrió las colonias durante todo el período de la dominación española”, literatura popular que al asimilarse en tierras americanas acabaría por convertirse, en ocasiones, en una de las señas de identidad más nítidas de la cultura del Nuevo Mundo. Ese es el caso de la lira popular chilena. En otro lugar he desarrollado una lectura en clave trasatlántica de la materialidad de la lira popular chilena (siglos XIX y XX) y de la poesía de cordel española (siglos XVI y XVII). A dicho artículo remito para más detalles (R. Rodríguez, “Poesía de cordel española y lira popular chilena: una lectura desde la materialidad y su apropiación popular”, Revista de Humanidades, n° 30, 2014, p. 129-165); en esta ocasión, solo pongo unos pocos datos: por lira popular habremos de designar aquella impresión en una pieza de papel que se ofrece extendida en toda su dimensión, sin plegado o doblez alguno, conteniendo entre cuatro y ocho poemas, aunque puede alcanzar hasta los doce. Con respecto a las medidas materiales, el filólogo alemán Rodolfo Lenz, primer estudioso de la lira, afirma que: “El tamaño de las hojas en los primeros años era en general de unos 26x38 cm; ahora es común el tamaño de 35x56 cm., algunas miden 55x75 cm. Otras dimensiones (35 cm. de ancho por 25 de largo, una vez 5 de largo por 19 de ancho) son excepcionales”. R. Lenz, Sobre la poesía popular impresa de Santiago de Chile. Contribución al folklore chileno, Santiago de Chile, Memorias científicas i literarias, 31 de marzo de 1894, p. 570. Son estos, como sabemos, soportes caracterizados por su baratura: poco papel y de mala calidad, desgastadas y descuidadas tipografías y xilografías de reducido costo.

(4) Dos son las modalidades de grabados que se distinguen en la lira popular chilena, al igual que en la poesía de cordel española. Por un lado, lo que Lenz designa como clichés, estampas antiguas existentes en las imprentas, de gran variedad y que son reutilizadas en los pliegos sueltos, sin mayor vinculación muchas veces con el contenido de los textos. Por otra parte, están los grabados realizados ex profeso para los pliegos. A ojos del filólogo Lenz, las xilografías chilenas de este segundo grupo son “increíblemente toscas”: “Tales grabados originales se fabrican sólo por encargo especial de los poetas, quienes pagan por ellos dos a tres pesos i los guardan como propiedad suya para volver a usarlos en otras ocasiones más o menos propicias. […] el poeta Adolfo Reyes; éste los hace, para sus propios versos o para venderlos, con un cortaplumas ordinario en un pedazo de tabla de raulí”. Lenz, op. cit., p. 574-575. Pero son esos grabados toscos y rígidos los que hacen de esta una literatura popular impresa con un formato reconocible por su fijación óptica.

(5) P. Bourdieu, El sentido social del gusto. Elementos para una sociología de la cultura [Trad. Alicia Gutiérrez], Argentina, Siglo Veintiuno Editores, 2010, p. 237.

(6) Lenz, op. cit., p. 578.

(7) El formato mismo de la lira popular remite a la prensa, un aparato material en concordancia con un discurso también próximo. Por otro lado, su misma comercialización la vincula con las prácticas periodísticas. Invocada y provocada por los suplementeros a cargo de su venta y propagación bajo la fórmula “vamos comprando, vamos pagando, vamos leyendo, vamos vendiendo” -tras la que seguía el pregón en voz alta de los títulos y materias y el grito de cierre “¡Los versos! ¡Los versos!” (Lenz, op. cit., p. 573)-, la lira popular, al ser voceada en la calle o recitada y cantada en las fondas, se vuelve instrumento de vinculación entre diversos sectores, tal como sucede con los textos periodísticos.

(8) J. Uribe Echevarría, Flor de canto a lo humano, Santiago de Chile, Editora Nacional Gabriela Mistral, 1974, p. 14-16.

(9) No es raro, entonces, que en el contexto político postgolpe de 1973 la lira popular chilena adquiriese otra vez vigencia, como lo ha planteado Marcela Orellana en su artículo “Lira popular en los setenta: memoria y resistencia cultural” (2000), recogido luego en su estudio Lira popular (1860-1976), de 2005.

(10) En la explicación de Marcela Orellana, Lira popular. Pueblo, poesía y ciudad en Chile (1860-1976), Santiago, Editorial Universidad de Santiago, 2005, p. 68: “Los años iniciales de la lira popular, alrededor de 1863, corresponden al predominio de las ideas de la generación de 1842, en que al decir de José Victorino Lastarria, su principal exponente, ‘estaba terminada la revolución de independencia política y principiaba la guerra contra el poderoso espíritu que el sistema colonial inspiró en nuestra sociedad’ […]. En ese marco surge la figura del poeta como el responsable de la buena conducción del pueblo desorientado y confundido. El hombre de letras está, de este modo, comprometido con el devenir de su país”. En tiempos en que Lastarria, Bello y Sarmiento impulsaban la formación de una sociedad lectora, los puetas (con tirajes de hasta 8 mil ejemplares) evidenciaban que la expansión de la cultura letrada/escrita en Chile no iba a darse (al menos no exclusivamente) a través del libro. Éxitos editoriales en el Chile de mediados del siglo XIX fueron, precisamente, la lira popular, el folletín y la prensa. Véase G. Catalán y J. J. Brunner, Cinco estudios sobre cultura y sociedad, Santiago de Chile, FLACSO, 1985, p. 85.

(11) J. Street, Política y cultura popular [Trad. Pepa Linares], Madrid, Alianza, 2000, p. 25.

(12) Ibidem, p. 236:“El radicalismo de la cultura popular se mide por su capacidad para desconcertar; para plantear preguntas, no para contestarlas; para descubrir sentimientos más que reflexiones racionales”.

(13) Chambers citado en Ibidem, p. 20.

(14) M. C. García de Enterría, Sociedad y poesía de cordel en el Barroco, Madrid, Taurus, 1973, p. 49.

(15) M. Foucault, Los anormales [Trad. Horacio Pons], México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 61.

(16) Ibidem, p. 68.

(17) A. Salamanca Ballesteros, Monstruos, ostentos, hermafroditas, Granada, Universidad de Granada, 2007,    p. 18.

(18) En lo presente, contamos con un total de 1.567 pliegos de lira conservados, agrupados en tres colecciones. Dos de ellas se encuentran en el Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional. La primera, donada por el estudioso alemán Rodolfo Lenz, comprende cerca de 500 pliegos; la segunda, recopilada por el historiador Alamiro de Ávila, contiene 350 pliegos. Por último, la tercera colección, de aproximadamente 800 hojas de lira, se encuentra en el Archivo Central Andrés Bello de la Universidad de Chile y fue reunida por Raúl Amunátegui. En este último archivo se cobija la lira que aquí trabajamos, con la clasificación 372 C794l Caja N°4b.

(19) Como prueba indiscutible de la vinculación con el periodismo antes mencionada, sería interesante contrastar los títulos de las liras con los titulares de periódicos de la época. Pueden consultarse, por ejemplo, los recogidos por Eduardo Santa Cruz en La prensa chilena en el siglo XIX. Patricios, letrados, burgueses y plebeyos,Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 2010, p. 121. No fueron pocos, además, los poetas populares que tuvieron vínculos directos con el periodismo. Según información recogida por Uribe Echevarría, Juan Rafael Allende (“el Pelequén”), por ejemplo, fue dueño y redactor de diversos periódicos satíricos (El Padre Cobos, El Ferrocarrilito, Poncio Pilatos, etc.). Uribe Echevarría, op. cit, p. 28-39; Rómulo Larrañaga (“Rolak”) fue director de El Criminal, en el que se narraban en décimas los crímenes sucedidos; Juan Bautista Peralta era colaborador de El Chileno y fundó el José Arnero, etc. Si a ello le sumamos el que esta vinculación con el periodismo se dio especialmente a partir de la prensa obrera (M. Orellana, “Literatura de cordel en Chile: la ‘Lira popular’”, en: La voz y la improvisación: imaginación y recursos en la tradición hispánica, España: Fundación Joaquín Díaz, 2008, p. 169), no cabe duda del anclaje de estos impresos en un tipo particular de lo popular: las manifestaciones del “proletariado urbano”.

(20) A. Paré, Monstruos y prodigios [Trad. Ignacio Malaxecheverría], Madrid, Siruela, 1993, p. 23.

(21) Salamanca Ballesteros, op. cit., p. 123.

(22) W. Kayser, Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura [Trad. Ilse M. de Brugger], Buenos Aires, Nova, 1964.

(23) Paré, op. cit., p. 25.

(24) Téngase en cuenta, por ejemplo, en lo que supuso el célebre triunfo de Yungay en aquellos años. Ana María Stuven, “La palabra en armas: patria y nación en la prensa de la guerra entre Chile y la Confederación Perú-Boliviana, 1835-1839”, en Carmen Mc Evoy y Ana María Stuven (eds.), La República Peregrina. Hombres de armas y letras en América del sur. 1800-1884, Lima, Instituto de Estudios Peruanos-Instituto Francés de Estudios Andinos, 2007, p. 438-439: “El patriotismo chileno alcanzó su apogeo unificando a los chilenos especialmente después del triunfo obtenido por las tropas del general Bulnes. El pueblo y las autoridades festejaron al son de ‘Cantemos la gloria del triunfo marcial que el pueblo chileno obtuvo en Yungay’, compuesta por Ramón, el hermano del ministro de Hacienda chileno, Manuel Rengifo, con música de José Zapiola. […]. La prensa contribuyó a que el triunfo ingresara al panteón patriótico nacional”; “El triunfo en Yungay detonó una explosión patriótica, contribuyendo a fortalecer la identidad del pueblo chileno y alentando el surgimiento de un discurso nacionalista que se iría arraigando como fuerza unificadora. En 1879 sería la nación chilena, inflamada aún contra la Confederación Perú-Boliviana, la que emprendería una nueva cruzada bélica en la Guerra del Pacífico”.

(25) M. C. García de Enterría, Literaturas marginadas, Madrid, Playor, 1983, p. 8-9.

(26) B. Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, Vol. I, Santiago, Editorial Universitaria, 2011, p. 422.

(27) No se trata, claro está, de una lectura exclusiva de la tradición teratológica chilena. En reseña de Salamanca Ballesteros, op. cit., p. 173: “En el mundo antiguo se creía que algunos fenómenos naturales eran signos que revelaban las actitudes y las intenciones de los dioses hacia el hombre. Pero había que saber interpretar esos signos. Las prácticas proféticas y adivinatorias tienen una antigüedad ancestral […]. La utilización de la profecía en momentos de crisis colectiva se relaciona con la tendencia del ser humano a buscar respuesta a situaciones de angustia individual y social. El recurso, desde luego, se utilizaba con diversos fines, pero sobre todo, como instrumento religioso-político. No es de extrañar, como señala Robert Garland, que las comunicaciones de nacimientos monstruosos tiendan a proliferar en períodos de intensas sacudidas sociales y políticas. La amenaza de la cólera de Dios, el advenimiento de nuevas desgracias, generaban el miedo que era alarma del control. De aquí su relación con el género apocalíptico”. Y en sintonía, señala Elena Del Río Parra, Una era de monstruos. Representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español,Madrid, Iberoamericana, 2003, p. 229: “El prodigio se ha convertido en una de las respuestas culturales a la crisis, en un estilo de representar la vida social, en una buen manera de vender trozos de asombro y en nuevas ópticas con que mirar el interior de los seres deformes. Y, bien en manos de los cronistas del período, en forma de casos vistos por un cirujano o como literatura de consumo instantáneo, lo monstruoso será una vía de expresión que pondrá en crisis el ideal clásico de la mimesis con la práctica dramática de lo deforme, lo no ortodoxo, lo insólito y marginal”. Uno de los ejemplos más renombrados de discurso apocalíptico en la época en Chile fue la obra publicada en 1893 por Justo Abel Rosales (1855-1896), titulada El Anticristo y el fin del mundo. Como refiere Subercaseaux, este periodista y exoficial del ejército de Balmaceda difundió la idea de que el juicio final se encontraba próximo (op. cit., p. 427), entre otras razones por la vida licenciosa y mundana de las autoridades eclesiásticas.

(28) J. M. Cortés, Orden y caos: un estudio cultural sobre lo monstruoso en las artes, Barcelona, Anagrama, 1997, p. 38.