OFICIOS COMPARTIDOS

Sergio Ramírez

 

 

Para quien como yo ha andado a dos caballos entre la política y la literatura, no resulta extraño que a menudo deba responderme a mí mismo, y a los demás, sobre la dualidad de oficios en mi vida. Sin embargo, toda reflexión me lleva siempre a considerarlos como naturales, congeniales diría, desde luego que los asumí muy temprano, de manera conjunta, en mi adolescencia, sin pensar nunca que fuesen el fruto de una contradicción en mí mismo, o de un desgarramiento.

En un país como Nicaragua, el peso de la vida pública se vuelve insoslayable en la vida de un adolescente, o por lo menos decisivo. Cuando a los diecisiete años emprendí el viaje desde mi pueblo natal, Masatepe, de la mano de mi padre, hacia la ciudad de León para matricularme en la escuela de derecho, él, que venía de una familia de músicos, se preparaba de alguna manera para entregarme a la vida pública. Quería que fuera abogado, y los abogados han sido tradicionalmente los que conducen la vida política en América Latina, no sólo los litigios en los tribunales. Son los oradores, los tribunos, los legisladores; y de alguna manera, intelectuales en la primera fila de los acontecimientos de la vida pública.

Pero era la Nicaragua de los Somoza. La idea de la política que mi padre tenía estaba ligada a la permanencia inmutable del régimen. Cuando yo llegué a León, y me quedé allí solo, en un mundo nuevo, comencé a entender que la vida era diferente. Había agitación en las calles, bandadas de estudiantes se lanzaban a protestar casi todos los días contra la dictadura. Y ese mismo año de mi llegada a la universidad, a los pocos meses, la tarde del 23 de julio un pelotón de soldados disparó contra nosotros. Nosotros, digo, porque pronto yo estaba ya en la calle protestando. Hubo, fruto de aquella brutalidad insensata, cuatro muertos, dos de ellos mis compañeros de banco en el aula, y más de sesenta heridos. Ese día, nació mi compromiso irreductible de lucha, que vería sus frutos el mediodía del 20 de julio de 1979, cuando entramos en triunfo a la plaza de la revolución en Managua, a bordo de un camión de bomberos, yo y los otros cuatro miembros de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que sustituía en el poder al último de los Somoza.

Menos de un año después de aquella tarde trágica veinte años atrás, Fernando Gordillo y yo sacábamos a luz en León el primer número de la revista Ventana, que era el órgano de difusión del movimiento literario del mismo nombre. Un movimiento, como podrá suponerse, muy militante, que reclamaba un compromiso social de la literatura y del arte. Leíamos entonces Las viñas de la ira de Steinbeck,  La Madre de Gorki y Los caminos de la libertad de Sartre, como si fueran manifiestos políticos.

Entonces publiqué allí, en ese primer número, mi primer cuento, que se llamaba El Estudiante. El argumento me recuerda mucho de las sensaciones e ideas de aquellos años: un muchacho viene de su pequeño pueblo a estudiar abogacía a León. A las pocas semanas su padre es capturado por subversivo, y él tiene que abandonar los estudios. Para volver a su pueblo, deja en una casa de empeño sus libros, y su anillo de bachillerato.

Era esa Nicaragua de los Somoza que mi padre asumía como natural, la que ahora yo quería cambiar. Un poder matrero, pero implacable que el viejo Somoza, el fundador de la dinastía, había heredado a sus dos hijos, Luis y Anastasio, tras ser muerto a tiros en 1956 por un poeta de 26 años, Rigoberto López Pérez, precisamente en aquella ciudad de León donde yo me entrenaba como antisomocista, y como revolucionario. La conjura para matar a Somoza está narrada en mi novela Margarita, está linda la mar.

Aquel año de 1959, las manifestaciones estudiantiles no eran sino un síntoma de las ansias libertarias del país. Era el año del triunfo de la revolución cubana. Pedro Joaquín Chamorro, el periodista asesinado años después, había desembarcado a la cabeza de un grupo de alzados en Olama, y la Guardia Nacional de los Somoza los había capturado a todos. Y en Honduras, el ejército había caído sobre un campamento de guerrilleros que se preparaba a entrar a Nicaragua. Carlos Fonseca, quien sería más tarde fundador del FSLN, se daba entre los muertos. La manifestación reprimida a tiros en las calles de León, era en protesta por su supuesta muerte.

Por todo esto es que hablaba del peso de la vida pública, con su dramatismo constante, y sus zozobras. Pero también sus hondas felicidades. Nací bajo el viejo Somoza, fui a la universidad bajo Luis Somoza Debayle. Me marché a un exilio voluntario bajo ese mismo Somoza, y fui protagonista del derrocamiento del último de ellos, Anastasio Somoza Debayle, que ya preparaba el reinado de su hijo, Anastasio Somoza Portocarrero. Mis demás años, y los más hermosos de mi vida, los viví con la revolución sandinista, lo mejor que me pudo haber pasado nunca. A veces me inquieta el sólo pensar que pude haber nacido demasiado antes, o demasiado después, y haberme perdido así de participar en aquella vorágine que me cambió para siempre.

Pero esta experiencia mía de intelectual y político, escritor y revolucionario, viene de muy atrás en la tradición de la vida pública de América Latina. Quizás no es propia de otras culturas, en donde los campos están definidos y resulta extraña la idea de un novelista metido en los vericuetos del poder, o de la lucha por el poder. Pero alguna vez fue también una tradición española. Recuerdo a don Benito Pérez Galdós, ocupando su asiento de diputado por un partido cuyo nombre es  ahora sólo una nota de pie de página en su bio- grafía; o a don Manuel Azaña, intelectual irreductible, Presidente de la República Española, aún en el exilio. Y a Rafael Alberti, diputado comunista ante Las Cortes Españolas, para los tiempos de la transición hacia la democracia al final del franquismo, un símbolo político como Pablo Neruda, que fue también senador por el Partido Comunista de Chile.

Y por supuesto, una tradición francesa, que arrastró a los intelectuales del lado de la República Española. André Malraux, fue el paradigma de eso que llamaríamos más tarde el internacionalista, un tanto en la tradición romántica de Sthendal, internacionalista también bajo las banderas napoleónicas en Europa. Y muchos años después, sería también el paradigma del intelectual oficial, y pensante, en la Francia del General De Gaulle desde su silla de Ministro de Cultura; ahora encarnaba la tradición, y no la rebelión, como llega a suceder tantas veces.

Los escritores de Estados Unidos, tan lejos del poder, y tan ajenos a la política, si alguna vez se presentan de candidatos, son vistos como rarezas excéntricas: Sinclair Lewis,  que había escrito La Jungla, perdió las elecciones porque su adversario, poco honesto como tantas veces en las campañas políticas, hacía que se leyeran por la radio párrafos de sus novelas donde sus personajes hablaban mal de la iglesia, de los partidos, y hasta de los boy-scouts. O en Norman Mailer, derrotado como candidato a alcalde de Nueva York, o en Gore Vidal, varias veces candidato perdedor a senador. Cuando hay en Estados Unidos un presidente que no desprecia a los escritores, ni los considera peligrosos, los reúne en la Casa Blanca en alguna velada singular, para darse un baño de intelecto. Pero los escritores jamás han vivido en la Casa Blanca.

Pese a todo lo dicho, el General Lewis Wallace, perteneciente a la Union Army, y Gobernador del territorio de Nuevo México, fue quien escribió Ben Hur a finales de los años setenta en el siglo XIX, no sé si para gloria de las armas, o de las letras; una novela que al menos en su versión de cine, dirigida por William Wyler, fue capaz de cautivarme de niño en la pantalla retumbante del Cinemascope.

Semejante don profético atribuido a los escritores, capaces no sólo de adivinar el futuro, sino también de cambiar la historia, no es sólo una cualidad ecuménica de la cultura latinoamericana. Ahora que el premio Nobel de Literatura ha sido otorgado a Günter Grass, tal vez sea necesario recordar que los novelistas alemanes han tenido el poder singular de ser jueces de la historia de su país, que como sabemos, ha sido tan trágica y tan conflictiva. Thomas Mann fue el gran profeta de los años siniestros del nazismo, y Henrich Böll el profeta que guiaba a quienes volvían de las trincheras, a encontrarse con su destino en ruinas. Grass es el nuevo profeta, incómodo como todos los profetas, quien habla desde las puertas de un siglo agónico antes de cerrarse, obligando a la sociedad alemana a mirarse en un espejo irritante que les devuelve el rostro que no quieren, desde El Tambor de Hojalata a Es cuento largo, su última novela donde enjuicia la unificación alemana tras la caída del muro de Berlín en 1989. El es “el Spateraufklärer”, como se llama a sí mismo: el último profeta de una era falta de razón.

Entre nosotros, en América Latina, la acción política, sobre todo aquella que se propone una voluntad transformadora, ha comprometido a los intelectuales desde los tiempos de las luchas por la independencia, y ese papel nunca ha dejado de tener congruencia. Pienso en Antonio José de Irrisari, el criollo guatemalteco que escribió El Cristiano Errante, un aventurero radical, y conspirador de oficio, que fue a dar con sus huesos en las cárceles de Santiago de Chile; o en el poeta jacobino José Batres, guatemalteco también, enemigo a muerte de la dictadura católica de Carrera, y por consecuencia, largos años de su vida exiliado en Nicaragua.

Venimos de una herencia de intelectuales comprometidos, que aprendieron de Voltaire y de Rosseau esa dualidad. Ideólogos, hombres públicos, y escritores. La Nueva Eloisa era una novela que andaba en las alforjas de los conspiradores liberales por la independencia, y Voltaire fue el ejemplo a aprender del escritor que se comprometió en las causas públicas, lo que hoy sería un ombusman, el defensor del pueblo. No pocos de nuestros próceres de a caballo eran intelectuales que en los altos de la marcha, en sus campañas,  leían a Tocqueville, como nuestro General Francisco Morazán, Presidente de la esfímera República Federal de Centroamérica, mientras peleaba por el sueño imposible de mantener unidas a las provincias, o como el General Bartolomé Mitre, fundador del diario La Nación de Buenos Aires, y Presidente de Argentina. Después fue que los Generales ser volvieron iletrados, y peor que eso, enemigos de las letras.

Y los próceres eran también periodistas, directores de hojas incendiarias donde la noticia no se distinguía de la proclama, y de esos periódicos surgieron también los escritores comprometidos, que vivían entre las cárceles y las redacciones, y clamaban en sus novelas contra la opresión y contra el oscurantismo.     

En esta tradición me reconozco. Nunca me juzgué a mí mismo un político ansioso de los cargos públicos, sino que entré en la política porque creí en su poder transformador. Esto quiere decir, que de no tratarse de una revolución dispuesta a sacudir desde sus cimientos una sociedad injusta, y a derribar un poder obsceno y sanguinario, nunca me hubiera sentido atraído por la política. Una revolución, un momento de llamado a filas, cuando muchos dejan sus oficios habituales, abandonan los escenarios de la vida común y pasan a otro distinto, e inesperado, que cambia para siempre sus vidas, y las marca. El gran poeta nicaragüense Salomón de la Selva, que peleó en la Primera Guerra Mundial bajo la bandera de Inglaterra, lo dice mejor en uno de sus poemas del libro El soldado desconocido: «Este era zapatero,/ el otro hacía barriles/y aquel trabajaba de barman/ en un hotel de puerto/ Todos han dicho lo que eran antes de ser soldados/ ¿Y yo?/ ¿Qué era yo que no puedo recordarlo?/¿Poeta?/ No/ Decirlo me daría vergüenza… »

Y ya les he contado que mi compromiso lo asumí desde muy joven, que es cuando se hacen los verdaderos compromisos con uno mismo, y con los demás.  Y mi experiencia en la revolución fue, ya dije también, una experiencia insustituible. Pero al fin y al cabo, una experiencia de poder.

Otros escritores, tuvieron menos fortuna con el poder, cuando lo buscaron. A Rómulo Gallegos, electo presidente de Venezuela por el prestigio de haber escrito Doña Bárbara, lo derrocaron a los seis meses los militares de polainas lustradas que parecían salidos de las páginas de Canaima, para los tiempos en que literatura de la barbarie y jungla eran sinónimos. Y ya se sabe que a Mario Vargas Llosa lo derrotó un personaje que parece salido de las páginas de La Casa Verde, aquel japonés Fushía.

En los meses posteriores al Premio Internacional de Novela Alfaguara que recibí en Madrid en 1998,  me tocó responder múltiples preguntas sobre mis dos oficios, y también sobre la naturaleza de la literatura narrativa, tanto en España como en América. En una entrevista, el periodista canario Emilio González Déniz, director del suplemento cultural Pleamar, me ayudó con sus preguntas a advertir algunas diferencias entre la narrativa americana y la española. Yo le decía que nosotros todavía vivimos una realidad rural, mundos perdidos y anacrónicos que son contemporáneos, remotos y a la vez cercanos, y que esa dimensión, desolada y esplendorosa, se expresa necesariamente en la imaginación; de lo rural, que todavía sobrevive, nace eso que tanto se ha llamado realismo mágico. Mientras que en España, la transformación urbana ha creado ya una cultura distinta, que produce, por lo tanto, un lenguaje distinto. El lenguaje latinoamericano de los libros, es todavía, en mucho, el lenguaje elíptico de los cronistas de indias, un lenguaje fruto del asombro frente a lo desconocido que por primera vez se ve, y se toca.

Pero también es muy cierto que la narrativa latinoamericana se ocupa más de los asuntos públicos, del poder, y de la historia, de los personajes públicos. Hay una ambición de volver a contar la historia, o reinventarla, o corregirla, y ésta es otra diferencia. Y para hablar de los asuntos de la vida privada, amor, celos, inquinas traiciones, ambiciones, hasta del adulterio, los pasamos siempre por el tamiz de la vida pública, que es su escenario de fondo; es la historia con minúsculas dentro de la Historia con mayúscula. No existe autonomía en ese sentido, como la tiene en otras literaturas, en España por ejemplo, una historia privada contada en una novela.

Aunque leyendo una novela tan hermosa como El Lápiz del Carpintero, de Manolo Rivas, uno se da cuenta que la ausencia de historia en las historias, en la narrativa española, parece llegar a su fin; y yo diría que en muchos sentidos, esa novela de un gallego, es una novela latinoamericana. Por lo que tiene de amor por la fábula, y por la historia pública. Un lugar nuevo para la lucha de los republicanos, sus destierros y sus años de prisión, los fusilamientos clandestinos, que hasta ahora no había sido buscado. Y un lugar para la fábula, como a mí, que vengo del caribe fabuloso, me gusta: el lápiz del carpintero republicano fusilado, que le habla a su verdugo desde su propia oreja, donde lo llevara siempre, como la voz de su conciencia, o que traza sobre su conciencia.

No sé si existe en verdad eso que se sigue llamando el realismo mágico. Para mí, es una calidad inherente a nuestra literatura. Habrá escritores que lo usan como adorno, o un procedimiento para atraer lectores, amparándose en el gusto por lo exótico: pero ése es su propio riesgo artístico. Yo, por mi parte, insisto que el asombro, desde nuestra perspectiva de escritores de un mundo asombroso, parte de la calidad rural de nuestra realidad.

Los personajes de las novelas de Tomás Eloy Martínez, por ejemplo (La novela de Perón, Santa Evita),  no provienen de un mundo urbano, como podría suponerse, siendo Buenos Aires su escenario, una ciudad tan cosmopolita. Eva Perón, la actriz provinciana que termina en la cumbre del poder, y que se encarna como mito en su propio cadáver, es el personaje de un mundo subyacente, que es rural. E igual ocurre con Isabel Perón, la bailarina de cabaret que llegar a ser Presidenta de Argentina, y tiene por consejero a un brujo. Todo es anacrónico pero contemporáneo, y por lo tanto, real. Sucede, o puede suceder, en Buenos Aires como en Managua, donde Somoza mandaba que se robaran aún las elecciones en los concursos de Miss Nicaragua. Entre nosotros, las dimensiones del poder continúan siendo fantasmagóricas, o esperpénticas, como gustaba a Don Manuel del Valle Inclán.

Pero en los Estados Unidos existe una dimensión de la realidad que, como en América Latina, va a dar también a las obras de ficción, y que tiene que ver, también, con la vida pública. Pienso en la novela Lincoln de Gore Vidal, por ejemplo, como una manera de repetir la crónica de la historia en un juego de espejos paralelos, lo que aconteció, y lo fingido, en apareamiento de fidelidades. O en libros que en los siglos venideros pasarán, por igual, como novelas, o como crónicas reales, tal es el caso de A sangre fría, de Truman Capote, visto como ficción, desde la realidad; o en Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, visto como realidad, desde la ficción.

Quizás el futuro la novela va a evolucionar hacia una realismo mayor, como ya está ocurriendo. Libros de hechos reales, que se leen como novelas, por ejemplo Esclavos en la familia de Edward Ball; o novelas que se leen como libros de hechos reales, como Los Emigrantes, o Los Anillos de Saturno, de E.G. Sebald, que no asumen la pretensión de fingir, y porque fingen, sin compromiso con la ficción, parecen tan reales, sacando la ilusión de la costilla de los hechos.

Balzac era quien decía que la historia privada es la historia de las naciones, en tiempos que el mundo que él veía moverse frente a sus ojos, como las bambalinas de un escenario teatral, todavía estaba haciéndose. Deshaciéndose la revolución francesa, y haciéndose la restauración. La historia de América Latina tampoco termina de hacerse, y los novelistas imaginan ser los historiadores de una historia que necesita no poca imaginación para ser contada, y adivinada.

Quiero decirles, por otro lado, que para un escritor de imaginación, que utiliza el poder de crear, la libertad frente al poder político se vuelve crucial. Y cuando un escritor de imaginación pasa a ejercer el poder político, necesariamente hay una crisis de por medio. Necesariamente se presenta una contradicción que quizás no debería darse, porque el escritor no debería tener porqué verse en el poder, pero que, ya en la sin remedio, es necesario resolver.

En mi propio caso, se trataba de un poder revolucionario que  por su propia naturaleza pretendía un replanteamiento total, incluyendo el de la creación artística y sus valores. El arte y la literatura al servicio de quién y para qué, eran las preguntas obligadas. Y en aquel entonces, pensar que el arte debía estar al servicio de los más pobres, era lo normal en una revolución. Y pasar de allí a la idea de un arte fácil, entendible para las masas, lejos de complejidades, no había más que un solo, y peligroso paso.

Pese a todo, y a tantas tentaciones, y a muchos errores y abusos, la revolución sandinista supo cuidarse a tiempo de los parámetros del arte oficial al servicio de la causa de la revolución. No hubo nunca, proclamado desde el Estado, ningún realismo sandinista, a pesar de que le inmensa mayoría de los escritores y los artistas se adhirieron a la revolución, pero preservando cada uno sus propios espacios de libertad. En 1987, cuando se votó la Constitución Política, Ernesto Cardenal, entonces Ministro de Cultura, y yo, entonces Vicepresidente, propusimos un artículo que seguramente no está en ninguna otra Constitución del mundo, pero que en Nicaragua, para curarnos en salud, era necesario. Y dice: «La creación cultural es libre e irrestricta. Los creadores de cultura gozan de plena libertad para escoger las formas y el contenido de su expresión… » Y allí sigue todavía.

Si yo desde el poder hubiera favorecido cualquier clase de limitación, o represión sistemática de la libertad creadora, o empujado al establecimiento de un arte oficial, el conflicto entre escritor y hombre de poder se hubiera resuelto en contra mía, como escritor, y hubiera perdido mi verdadera razón de ser, para dejarle mis huesos al diablo, y al burócrata que siempre luché por desterrar de mí cuando el oficio público me reclamaba a toda hora. Pero siempre supe, dentro de mi propia dicotomía, que el escritor me esperaba. Era mi oficio, al que alguna vez volvería para siempre.

Un escritor tiene siempre otro oficio, y todos son peligrosos, porque quitan el tiempo de escribir. En estos términos, el de la política no lo es más. El de periodista, por ejemplo. Son los mismos dedos los que teclean las mismas palabras; pero las velocidades son distintas. Un periodista que corrige mucho, se queda fuera de la plana del día, pero un escritor que no corrige nada, se queda fuera del rigor de su oficio.

En la vorágine del poder, cuando el tiempo es lo que más falta hace, yo aprendí a defender mi oficio de escritor, que no se puede ejerce sin tiempo. Una obra literaria se hace con horas de trabajo frente a la máquina de escribir, o la computadora. En esto, uno se parece a un oficinista, o a un mecanógrafo.

Pero yo duré diez años sin escribir, entre 1975, cuando me comprometí de lleno en la lucha para derribar a la dictadura, pasando por el triunfo de la revolución, y 1985 cuando fui electo Vicepresidente, después de mi período en la Junta de Gobierno que sustituyó a Somoza en el poder. Esos diez años, y son muchos para un escritor, fueron de silencio, pero no los perdí de ninguna manera. Otros dieron más que yo a aquel sueño de todos, aún la vida. Precisamente, la Editorial Aguilar ha publicado en España mi libro de memorias sobre la revolución, Adiós muchachos, en el vigésimo aniversario del triunfo de 1979.

Al ser electo Vicepresidente, sentí que tenía de frente un nuevo plazo político, y que si continuaba sin escribir, arriesgaba en dejar de ser escritor para siempre, algo que me llenaba de angustia. Nunca había dejado de ver como escritor, de anotar lo que percibía en aquel mundo convulso en el que me tocaba vivir. Pero la falta reiterada del ejercicio, aún de los dedos, como los pianistas, condena a la herrumbre del oficio. Y entonces comencé a dedicar al menos dos horas diarias, cada mañana, a la escritura. Eran los años más difíciles de la guerra de agresión, y a mayor dificultad, yo sabía que era mayor el esfuerzo que debía hacer para preservar mi espacio de soledad. La escritura, al fin y al cabo, es un asunto de soledad, como el poder. Pero en una revolución, al apenas trasponer la puerta del estudio solitario, hay suficiente compañía para llenar todas las horas del día, y de la noche.

Entonces, escribí primero Estás en Nicaragua, que es una memoria personal de mis primeros años en el poder, donde relato también mi amistad con Julio Cortázar; y luego la novela Castigo Divino, basada en el proceso judicial contra Oliverio Castañeda, acusado de envenenar a su esposa, y a los miembros de una familia prominente de la ciudad de León. Estos acontecimientos se habían desarrollado en los años treinta, y al elegirlos como tema, yo me alejaba lo más posible de la revolución, en busca de evitar el riesgo de las emociones desnudas, o de la retórica, ambos enemigos peligrosos de la obra de arte.

Generalmente, cuando se me ha preguntado qué me dejó el ejercicio de la política para la literatura, he respondido que nada. La política, desde el gobierno, se vuelve un asunto de trámites, de agendas, de rutinas, de juegos protocolarios; y sobre todo, de mucha distancia con la gente. Aún en una revolución, los que gobiernan, por la fuerza de la rutina, y de los espacios congelados que crea el poder, van alejándose de la gente y de la realidad circundante. Los filtros palaciegos, las intermediaciones burocráticas, los informes, las cifras, terminan siendo la realidad.

Pero la repuesta es diferente si se refiere al poder. Como escritor, me han fascinado siempre esos temas inmortales de la literatura: el amor, la locura y la muerte, según el título de un inolvidable libro de cuentos de Horacio Quiroga: asuntos que Gabriel García Márquez reduce sólo a dos, el amor y la muerte, pero que yo prefiero aumentar a amor, locura, muerte, y poder.

El poder termina modificando la vida de quien lo ejerce, y de los que están colocados bajo el poder. La gente común, queriéndolo o no, vive dentro de una atmósfera que al cambiar, cambia sus propias vidas. Es un paisaje circundante que no puede ser ignorado, un juego con dados cargados. El efecto del poder sobre las vidas privadas, he allí la fascinación. Y ahora me doy cuenta de que como escritor, tuve ese raro privilegio de vivir en la entraña del poder, y que hoy podría hablar del poder desde dentro de la máquina y sus engranajes. Y aunque se trate del poder de una revolución, es el mismo poder de siempre, el mismo de hace por lo menos cinco mil años, con sus reglas, sus juegos, sus seducciones, su sensualidad, su erótica, y sus secretos.

Y cuando se trata del poder de una revolución, aún mayor la seducción. Noan Chomsky, uno de los estadounidenses más lúcidos que he conocido, dice que a lo largo de esos cinco mil años, el ser humano ha venido desarrollando su capacidad científica y tecnológica, sus repuestas frente a la naturaleza, su capacidad de dominio sobre ella. Pero sus pasiones, sus debilidades, son las mismas de siempre. Es por lo que Esquilo, y Sófocles, suenan tan frescos a nuestros oídos. Y sobre todo, cuando nos hablan de las luchas de poder, parece que fueran contemporáneos nuestros, viviendo en Lima, en México, o en Managua.

El poder comienza a deteriorar los ideales desde el mismo día en que se asume; el poder es un ser viviente, y responde a las leyes de la vida. Hablando de los ideales de una revolución, Boris Pasternak dice en Doctor Zhivago que los ideales, íntegros en toda su virtud romántica, ya pierden algo cuando se transforman en leyes; y cuando esas leyes se aplican, ya pierden mucho más de aquella virtud primigenia. Es la manera en que como escritor, hay que ver el poder, como un fascinante proceso que impulsa, deslumbra, discrimina, y luego enfrenta, y divide. Del otro lado está la búsqueda del consenso, que equilibra y armoniza, y crea la estabilidad democrática; pero una revolución difícilmente busca consensos, sobre todo cuando el proyecto transformador se basa en el presupuesto de la totalidad. Cambiarlo todo, alterarlo todo.

He aquí la gran contradicción. Una revolución fraguada en su momento, en base a los elementos históricos del momento, en un escenario determinado, y hecha por jóvenes que sobrepesan los ideales frente a los castigos inclementes de la realidad, y que convierten la ideología en una virtud sin fisuras, es necesariamente un proceso radical. No hay, por lo tanto, revoluciones moderadas. Eso haría que las revoluciones nacieran viejas, y ya sería un contrasentido. Es la hora de incendiar el universo, acelerar el cataclismo, magma y lava derretida brotando de la tierra abierta en llamas. Pero el poder, inconmovible como es, cumple sus reglas. Y el poder pensado para siempre, eso que llamamos entonces proyecto histórico, viene a resultar un imposible. Una paradoja en la que uno consume su propia vida.

Si la revolución sandinista se mira hoy por su lado mesiánico, podemos pensar en un fracaso. Pero esa revolución dio un fruto no deseado, que fue la democracia. La democracia sin apellidos, ni burguesa, ni proletaria. La democracia. Queríamos la justicia social plena, aún a costas de la democracia. Pero obtuvimos la democracia, y una sociedad civil vigorosa, que defiende su derecho a la participación, a la palabra, sin miedo. Sabe que la democracia es el fruto de una larga lucha, y no el regalo de nadie. Y esta, es una lección sin igual de la historia. Las revoluciones, jamás son en balde, y pagan al fin y al cabo las esperanzas.

La política militante es una experiencia de mi vida. Supe compartirla con mi oficio de escritor. Quizás nunca fui ese animal político de que he oído hablar, que cae y se levanta como si nada, y vuelve a empezar como si nada. Si lo fuera, mi destino estaría en el caudillismo, y la sola idea me espanta. En América Latina, los caudillos terminan convertidos en retratos enflorados en los hogares campesinos, a los que se alumbra con veladoras, y se reza. El tiempo pasa, y frente a esos altares hay cada vez menos gente de rodillas, y la gente que sobrevive para rezarles, es cada vez más vieja. Son caudillos de partidos cada vez más lejanos en la historia, cualquiera que sea, o haya sido, su ideología. Y envejecen recordando batallas una vez ganadas, con la misma nostalgia conque se recuerdan las batallas perdidas. A los caudillos que envejecen en olor de falsa santidad, yo prefiero verlos como novelista.

Hoy he regresado a mi oficio siempre compartido de escritor. Siempre lo compartí con algo. Periodista, editor, profesor, político. De ninguno de ellos me arrepiento, y del de político menos. De la política me queda, como a Voltaire, el gusto por el oficio de hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarme del debate. Pero también me queda el gusto por la tolerancia, y la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, de las verdades para siempre.

Y me queda, para siempre,  la fe en las utopías. Creo que la sociedad perfecta no es posible, pero nunca dejaré de creer que la justicia, la equidad, y la compasión, son posibles. Que los más pobres tienen derecho a vivir con dignidad, y a sentarse en el banquete de la civilización, a participar del desarrollo tecnológico, y del bienestar, que son dones de toda la humanidad. Esa es la utopía, que volverá triunfante algún día, cuando el péndulo que anda lejos, regrese de su viaje hacia la oscuridad, y el desamparo.

Las torres de la ciudad del sol, brillan siempre a lo lejos. Y por mucha que sea la distancia, uno tiene que verlas siempre como si pudiera tocarlas con la mano. Imaginar, que es una forma de acercarse a la utopía. Al fin y al cabo, yo no he hecho a lo largo de mi vida sino imaginar. Imaginar mundos en mis libros, e imaginar un mundo mejor en mi vida. Oficios compartidos.

[Octubre de 2000]